El delegado del Gobierno en Cantabria, Pedro Casares, volvió a aprovechar su cargo institucional para lanzar un discurso en clave socialista. En lugar de limitarse a informar de la detención de dos jóvenes por el ataque con explosivos caseros a la sede del PSOE en Santander, Casares convirtió su comparecencia en un alegato político, utilizando la Delegación del Gobierno como altavoz del PSOE.
El representante del Estado insistió en que “la política se está convirtiendo en una trinchera” y habló de desterrar “el odio y la violencia”. Sin embargo, sus palabras llegan con un marcado sesgo: señala a los extremistas en abstracto, pero calla ante los episodios de máxima violencia cometidos por la izquierda radical en todo el mundo.
La hemeroteca reciente es clara: esta misma semana, el político estadounidense Charlie Kirck fue asesinado por un radical de izquierdas; en Colombia, Miguel Uribe también perdió la vida en un ataque similar. Y no son casos aislados. Ahí están también el intento de asesinato de Donald Trump en plena campaña electoral en EE.UU. o el atentado contra Jair Bolsonaro en Brasil. Cuando estos hechos ocurrieron, la izquierda miró hacia otro lado o prefirió guardar silencio.
Resulta cuanto menos llamativo que Casares quiera dar lecciones de convivencia mientras ignora esta realidad. Su silencio ante los crímenes de la extrema izquierda contrasta con el énfasis con que se aferra al papel de víctima cuando se trata de su propio partido.
Una vez más, la Delegación del Gobierno en Cantabria se pone al servicio del PSOE en lugar de actuar con la neutralidad que se espera de quien representa al Estado. Y eso es lo verdaderamente grave.